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Mi madre siempre me decía que el amarillo me sentaba muy bien. Las fotos de mi infancia están salpicadas de ese color tan alegre como queriendo llenar de flores de colza, el campo de mis recuerdos. Siempre he llevado y llevaré de la mano a aquella niña vestida de amarillo ( en todas las etapas de mi vida: académicas, laborales, cada amor, cada viaje….). Cuando miro el rostro de mi pareja también veo en él a otro niño: el rey de las canicas. A él siempre le gusta relatarme cómo esas canicas retrasaron la aparición de las mujeres en su horizonte ( mucho más interesantes eran esos momentos de juego en la arena del patio, con los amigotes, que perseguir a las niñas, tan complicadas y lejanas). Ay, cómo cambiarían los tiempos luego. Un día, la niña del vestido amarillo y el rey de las canicas cruzaron sus caminos y decidieron jugar juntos en el patio de la vida adulta. Y quién lo diría: esos niños, dentro de poco…. serán papás. Aquél niño que siempre rompía los pantalones en el día de estreno ( pobre mi suegra) nunca se lo hubiera imaginado, al igual que tampoco lo pensó nunca aquella niña que comía, junto a su abuela en las tardes de verano, esas peras japonesas sobre el tatami, frente al jardín. El tiempo pasó y esa abuela ya no conocerá a ningún nieto. Espero que donde esté pueda comer fruta frente a un jardín similar al que disfrutó en su senectud.
Siempre he sido una romántica a la que le gusta escribir sobre cada momento de su vida y curiosamente, desde la época de la prueba de embarazo, no he escrito nada, a diferencia de otras bloggeras embarazadas. Aún recuerdo el día de la prueba positiva. Recién entrada en la guardia, tres pruebas de embarazo de marcas distintas hacían uso de la ciencia para salir de las dudas que yo albergaba desde el día anterior. Las tres pruebas con sus correspondientes líneas dobles en ese color que nunca sabes si es rojo o rosa. Nunca imaginé que mi orina, la de una mujer tan alejada siempre de esos temas, pudiera dar tal resultado.
Estaba estupefacta. Quería comunicarle al rey de las canicas esa buena nueva. Pero por teléfono no era romántico, no. Así que tuve que guardar el secreto durante 24 horas. Un secreto tan distinto a otros que tenemos en nuestra vida: no solemos hablarle a nuestros padres sobre los primeros novios, no le revelas a la «competencia» lo bien que llevas el próximo exámen (en realidad llevas estudiando muchos más días de los que reconoces, jijijiji), no le cuentas a una amiga, o no sabes si debes hacerlo, que su pareja la engaña con otra, no le dices a un compañero de trabajo que otro le pone a parir. Éste es un tipo de secreto «diferente». Y el rey de las canicas, durante 24 horas, no supo que un nuevo vínculo nos unía, no sólo el amor sino el producto de éste, era un lazo invisible que nos implicaría de por vida, como esa cuerda roja que une para la eternidad a las dos rocas del Pacífico que representan a los padres de Japón, unos progenitores que siempre cuidarán de la nación al igual que nosotros procuraremos cuidar de nuestras semillas . Y yo no pude decirle todo esto hasta la mañana siguiente. La sorpresa en su mirada y el rocío que luego la inundó fueron un antes y un después en los rostros que tendré siempre memorizados de él. Ese hilo rojo nos uniría para siempre. En japonés se le conoce como «unmei no akai ito» y simboliza un lazo invisible entre dos personas predestinadas a conocerse.
Mi embarazo se puede resumir de un forma muy simple: antes y después de la semana 20. Durante el primer mes hice todo lo que está en la lista de cosas que evitan una gestación (al igual que el resto de las mujeres que desconocen que están embarazadas): bebí el vino y champán correspondientes a la navidad ( y esos gin-tonics….), tomé tres ibuprofenos al día y me di múltiples baños de hidromasaje para tratar una lesión, un día tomé un Valium por una contractura, hice deporte a saco, portaba dos miomas que desconocía y tenía el antecedente del síndrome de ovario poliquístico, no tomé ácido fólico….. pero claro, durante toda la EBG, BUP, COU y universidad estuve comiendo pipas de girasol para estudiar y su vitamina E, por lo que parece, han hecho de mi una mujer superfértil que se embaraza a la primera.
Después vino la mala suerte de un esguince a la semana 7, gracias al cual pude comprobar en mis carnes lo malos que son los hospitales públicos de gestión privada (NUNCA, NUNCA, se les ocurra ir al hospital de Torrejón de Ardoz, donde un ejército de médicos «jóvenes y españoles » les harán esperar tres horas, no sabrán explorarles un tobillo y querrán pincharles un diclofenaco estando embarazadas… eso sí que son conocimientos médicos). Y gracias también al esguince, me gané antes de tiempo una ecografía en la que pudimos conocer, por primera vez, a «cacahuete«. Desde entonces, a la vida que porto en mi interior la llamamos así, una forma neutra de denominar un proyecto. Siendo médico y mujer práctica, siempre he sido consciente de que estar embarazada y tener un niño no son la misma cosa. Tanto mi pareja como yo, durante estas primeras treinta y siete semanas, hemos empezado cada frase con el «si sale todo bien al final…..» para no crear ni crearnos falsas esperanzas. Algunos dirán que es un forma fría de afrontar un embarazo. Nosotros pensamos que es …. realista.
«Cacahuete» ya ha pasado por la fase de «fruto seco», tamaño «aguacate», «muñequito» y ahora casi, casi, bebé, pero para nosotros siempre será «cacahuete». Otras futuras madres médicos llaman a sus proyectos futuros «feto«. Yo considero que «cacahuete» queda mucho mejor….
Y llegó la semana 20 y con ella, la sorpresa de las contracciones. Nunca me imaginé sentir retorcerse mis entrañas y clavarse una espada en mi vagina. Nunca me imaginé soportar tal dolor lancinante durante 60 horas. En aquél momento no pensé que eso conllevaba la posible pérdida de «cacahuete». Simplemente deseaba que todo aquello no fuera a ser así por las siguientes 20 semanas: madrugadas sin dormir viendo películas por no poder estar ni tumbada, ni sentada, ni caminando erguida. Santa progesterona en óvulos se encargó desde entonces de que el tapón de la botella no dejara perder el preciado vino de la fertilidad. Después me recuperé (menos mal) pero las contracciones y la tripa dura como el granito nunca me abandonaron y desde entonces, cada exceso lo he pagado caro. Siempre le he explicado a mis pacientes que el embarazo no es una enfermedad sino una variante de la normalidad y así, en mi ejemplo, viví al límite mis 20 primeras semanas: guardias de 24 horas sin dormir, partidos y clases de padel, nadar tres veces en semana, 60 largos por vez….. así de contenta y orgullosa disfruté la primera mitad de la gestación pero después, el único tratamiento efectivo para las contracciones fue el reposo, palabra maldita par una mujer activa como yo, que gusta de montar sola muebles de Ikea y coger la compra del mes con una sola mano. Lo he hecho, desde luego, y después lo he pagado teniendo que mantener el decúbito supino durante horas ( y rezando para que no me salieran úlceras por decúbito, ay, pobres ancianos de las residencias).
Siempre he vivido estos temas de la maternidad desde la distancia. Mi gestación no es producto de un instinto maternal desmedido sino del deseo de formar una familia con el rey de las canicas. Cuando conoces al hombre de tu vida, un día le miras y te dices » éste es el hombre con el que quiero estar hasta el fin de mis días y con el que quiero ir en una «furgo» adaptada con nuestra perrita, un renacuajo y una cesta de picnic». Ese es el amor verdadero y por eso, la niña del vestido amarillo y el rey de las canicas dieron el gran salto. Hay puertas que la vida te abre y que tú nunca pensaste ni tan siquiera acariciar.
Pese a notar los movimientos del bebé y verle en las ecografías, revisión tras revisión, no fue hasta un momento preciso cuando empecé a verlo todo de otra forma. Fue hace pocas semanas, una de esas tardes de compras por el Corte Inglés. El rey de las canicas estaba saturado de tanto producto y tanto preparativo pre-parto: miles de tipos de carritos, capazos ( nunca había utilizado yo esa palabra), sillitas para el vehículo, bañeras de desagüe de tubo o de agujero, ropa de cuna, que si no se puede abrigar a los niños con mantas por riesgo de asfixia, que si chichoneras sí o no por mayor riesgo de muerte súbita…. pero de repente, el rey de las canicas se acercó a mi con un tesoro entre sus manos. Tenía el rostro del niño que encuentra la mejor y más redonda canica en la arena. Y ese tesoro era un babero con un osito bordado. Recordaré siempre sus palabras. » mira qué bonito y qué tierno es este osito, podríamos comprarlo toooooodo a juego y que el nene esté rodeado de animalitos desde el principio y así le gustarán seguro y quién sabe si acabará siendo veterinario de mayooooor, ¿te imaginas?…». En aquel momento me sentí la mujer más afortunada del mundo por tener a mi lado un hombre tan tierno y con tan buen corazón, capaz de emocionarse por las cosas más sencillas y a la vez, más grandes. Vi en él, en ese preciso instante, una evolución. Claro que le había visto ya embebido en el ensayo de paternidad que ha supuesto nuestra primera «hija canina», Vivian ( cada mañana, mi rey de las canicas la saluda con un cariño infinito, le acaricia la cabecita y le pregunta qué tal la noche, si ha sido buena y quiere sus bolitas y yo, ante mi, sólo veo a un hombre extraordinario y a una perrita que le mira como si estuviera saliendo el sol). Pero pese a todo esto, aquella tarde ya no era el mismo rey de las canicas que yo conocí, lo era, pero con madurez añadida y con una capacidad de amar mucho mayor. Y en su reflejo vi mi imagen y por primera vez, en aquel espejo de ojos verdes y grises, encontré en mi algo parecido a un proyecto de madre. Él provocó en mi esa transformación, una tarde de verano en un centro comercial, y en dos segundos quise comprar todos los ositos del mundo, no sólo para satisfacer a nuestro «cacahuete» sino para hacerle feliz a él, por mi rey estaría dispuesta a buscar las canicas que hicieran falta en el fondo del mar.
Aun pecando de romántica con todas estas cosas, no encuentro mucho romanticismo en lo que es en sí el embarazo ( que vengan todas aquellas mujeres que tienen tal afirmación y me lo demuestren en la cara). Vale que es mala suerte tener contracciones y diarrea diaria desde la semana 20, vale que tenga que hacer reposo desde la semana 30 ( entendíendose reposo de actividad a TODA ACTIVIDAD), vale, es mala suerte. Pero luego está lo que nos sucede a todas: dolor de espalda, tener desde por la mañana las manos como un «pelotari» y no poder pegar puñetazos sino tan sólo, bofetadas ( ahora la versión de mi cuerpo es más el de Hello Kitty que el de una mujer con apéndices digitales)… Eso no tiene nada de romántico. Y mucho menos lo tiene el parto. Ayer le pregunté a una buena amiga, ya madre, si antes del parto se había planteado escribir un testamento reglado. Me preguntó, acertadamente, si me refería a testamento notarial o vital y le respondí que ambos. Ella me dijo que en su caso, nada poseía y por tanto, no se lo había planteado. Pero que en efecto, sí había visto un riesgo mortal en el último paso del viaje. Eso, si encima eres del ambiente sanitario, lo ves con claridad. Ningún dato se te escapa: el útero puede no contraerse después del alumbramiento y acabar la mujer desangrada como en esas películas con historias del XIX en el que un médico, bajo la luz de las velas, sale compungido de un cuarto y dice «es varón… pero por ella, nada se pudo hacer», con las lágrimas consiguientes del marido, el ama de llaves haciéndose cargo en semanas sucesivas del susodicho bebé, la aparición posterior de una joven y nueva señorita, el viudo enamorándose de ella mientras lucha contra el recuerdo de su difunta, varios personajes secundarios criticando esa nueva relación y finalmente, últimos planos en la campiña inglesa con la nueva pareja y el retoño y una ama de llaves fastidiada al saber, que llámese «A» o «B», tendrá que lavarle las enaguas a una señora de la casa. No estamos en el XIX y mucho menos en el medievo, ya pocas mueren en el parto, pero las hay, las hay. Y estar ante la muerte no es muy romántico salvo si uno se planta a conciencia y por una causa de honor. Sé que sirvo de espejo a mi rey de las canicas, al igual que él lo es para mi y por ello, por todo ello, no puedo fallarle en el último paso y desaparecer, por eso rezo en esta cuenta atrás en la que estoy ( de forma prematura) para que todo salga bien porque tiene, debe salir bien, por mi amor, porque no quiero dejarle solo. Por eso todo ha de salir bien.
Lo que sí tengo claro es que, pese a mis manos de pelota vasca, nunca me he visto poco atractiva en todo este trayecto gestante. Otras mujeres se ven gordas, feas, con manchas, ridículas ante la gente. Yo siempre me he visto sana, fértil, con curvas aún más sugerentes, pechos llenos de vitalidad, piel morena por el verano y en definitiva, sensualidad y salud. Así lo corrobora mi pareja y así lo ve en general, por mucho que a ciertas mujeres les sorprenda, la mayoría de los varones. El embarazo es otra etapa de la belleza femenina.
Ya estamos en la cuenta atrás, lo que tenga que ser será. Si acabo con una cesárea o con lactancia artificial, pues mira, tendrá que ser. Siendo médico y mujer práctica, pienso que no hay que ser obsesivos, hay que intentar hacer las cosas bien pero en la práctica médica ya vengo observando que, cuanto más cuidado tienes, peor suerte llevas, y agotada estoy de ver chicas que beben, fuman, no se quitan las «pastis» del psiquiatra, no se revisan… y luego tienen niños robustos a los que puedes darles cualquier cosa de comer en cualquier mes, no llevarles nunca al pediatra y desatenderles que da igual, les puede pasar una apisonadora por encima y no pasarles nada. No hay que ser obsesivos. Yo, partiendo de lo que sé por mi profesión y de mi sentido común y del de mi pareja, apenas he leído sobre el embarazo o la lactancia. Es que cuanto más leo, más manía le cojo a los talibanes de ciertos temas. Cuando voy por la calle no distingo si un adulto fue alimentado con «potito» artificial o natural, si tuvo lactancia materna o biberón, es que todo el mundo me parece que ha recibido la mezcla de su biología y las loterías ambientales de etapas posteriores. Lo que tenga que ser, será.
La niña del vestido amarillo y el rey de las canicas están ahora jugando en el patio.
Alrededor suyo corretea una perrita pisando las huellas que van dejando un montón de canicas de colores sobre la arena. Ambos niños parecen esperar a alguien, el patio es muy grande y hay mucho sitio. Sí. Están esperando un nuevo compañero de juegos, alguien que se mirará en el espejo que son ambos y verá cambiar sus etapas en la vida, verá ejemplos erróneos y correctos, imágenes devueltas con mucho amor. Esos espejos llevan ya un tiempo dialogando y saben que esa conversación especular esta llena de matices y de futuro. El rey de las canicas está muy ilusionado por compartir con el nuevo compañero sus canicas y vivencias. Mientras espera, le explica a la niña cómo se juega. Ella no suele jugar a esas cosas y el niño, con un pícaro transfondo de amor, se ríe de ella llamándola «pardilla», le tira del pelo y de los mofletes y en cada tirón, a ella la tiene encandilada. La niña del vestido amarillo recuerda a su abuela, los juegos del pasado, los viejos reflejos en otros espejos ya antiguos… y ríe feliz. Está muy contenta de haber encontrado, al fin, al rey de las canicas en un patio tan, tan grande.